Para respirar hay que contraer los músculos del diafragma e intercostales, de este modo el volumen del tórax aumenta. Esto crea una presión negativa en los pulmones que hace que el aire entre a través de la nariz y la boca. El aire que llega de la nariz es calentado y humidificado antes de que se dirija a la faringe. Desde la faringe, el aire pasa por la epiglotis de la laringe, que controla el paso de aire a la tráquea. Después de la tráquea, continúa por un tubo largo de entre 10 y 12 cm, hasta un punto que se separa en dos; hacia el bronquio derecho o izquierdo. A través de los bronquios el aire pasa a los bronquiolos por un conducto que se hace cada vez más estrecho, y finalmente llega a los alvéolos. Los alvéolos están rodeados por pequeños capilares. Entre el aire de los alvéolos y la sangre en los capilares no hay más que una delgada membrana respiratoria, de modo que el O2 y el CO2 se pueden propagar a través de ella. Los alveolos también están rodeados por fibras elásticas que, junto con la tensión superficial de los alveolos, hacen que éstos se mantengan unidos. Hay una pequeña cavidad entre los pulmones y la pared del tórax llamada cavidad pleural, que mantiene los pulmones hinchados en el interior del tórax por medio de la atracción entre la parte visceral y parietal. Las pleuras visceral y parietal están pegadas al tejido pulmonar y al interior de la pared del tórax, respectivamente. De este modo, al expandir el volumen del tórax durante la inspiración, se arrastra la membrana parietal, aumentando así el volumen pulmonar.